Textos de acceso libre
Sobre la infancia y la soledad
Lic. Daniel Ripesi
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I.
En un claro de la penumbra, en la cocina, el niño se encuentra de cuclillas, muy concentrado. Una de sus manos manipula un pequeño soldadito de plástico, muy gastado y descolorido. La otra mano sostiene inmóvil -y casi amenazante- un tanque de guerra. Su mirada está fija y exacta en esa circunstancia. Pero la situación que ellas insinúan permanece aún irrealizada, todavía suspendida en la inminencia de un instante que dará lugar a un episodio seguramente trágico y violento. Entre sus manos el tiempo no transcurre, todo parece estar detenido. El desenlace es inevitable pero no acontece. Nada sucede, y sin embargo, vistas las cosas desde otro ángulo, todo –absolutamente todo- está sucediendo ya. Entonces vemos que la inmovilidad es sólo aparente. Un temblor apenas contenido y casi imperceptible de la mano que manipula al soldadito, se parece dudar entre enviarlo a una batalla suicida o forzarlo un replegamiento que él no desea, en un temblor que vacila entre el heroismo y cierta cobardía (la mano que sostiene al tanque permanece inmutable) nos indica que la suerte del soldadito ya está echada. La mirada del niño –ahora lo advertimos- va con vértigo y desesperación de una de sus manos a la otra, mide los tiempos de una oportunidad, de un movimiento para el que aún se está a tiempo o se ha perdido. Sus labios que murmuran en silencio, relatan con un aliento cálido y pastoso las alternativas de una batalla sangrienta, desigual, imposible. Nos equivocábamos con nuestra primer mirada. Ya todo estaba sucediendo allí. ¿Pero dónde situar realmente ese "allí"? ¿Dónde sucede su juego? ¿En el escenario mínimo donde ha situado sus juguetes? ¿Entre sus manos vacilantes? ¿En la intimidad de su imaginación? ¿"Allí" es "dentro de él mismo"? ¿El territorio de su juego está dentro o afuera? ¿"Entre" ambas posibilidades? Decimos del niño que juega que "está en su mundo", pero él necesita también, imperiosamente, de ese soporte que tan laboriosamente ha construido en torno suyo, bien real por otra parte, de escondites y atajos en "este" mundo concreto y exterior a él. Cuando ese niño crezca y madure, cuando se sienta atraído por una intensa pasión amorosa hacia alguna mujer, cuando la ame, la abrace y la bese, cuando la acaricie y le haga el amor, él seguirá seguramente sin preocuparse demasiado por el agudo problema que supone averiguar dónde es que suceden "esas" cosas, si ha podido desarrollar cuando era niño una cierta capacidad para jugar tendrá en ese futuro momento de amor intenso un territorio donde alojar los gestos y las consecuencias de su amor. Si nos preguntamos ¿dónde sucede la infancia? es para intentar poner a su amparo el frágil adulto que más tarde seremos. ¿Dónde sucede la infancia?
II.
Ojeando un artículo de Ignacio Lewkowicz en el que se preguntaba si era posible –o no- hablar de un pensamiento propio de la "infancia"[1] me encontré con la siguiente consideración inicial: la infancia estaría definida y configurada de un modo esencial según las expectativas y normativas de dos instituciones princeps: la escuela y la familia; en tanto una lo define como "alumno", la otra lo hace como "hijo". Es así que el chico encuentra su definición por lo que todavía no es: el portador de un saber y un ser capaz de procrear y proteger. Las instituciones dedicadas a dar un lugar para el despliegue y la expresión de lo infantil "negativizan" al niño, le roban la voz y lo hacen progresar desde un hipotético "no-ser" hasta la consumación de un positivo: ser adulto y tener un saber (¿derrota del niño?). Supongo que las cosas son así. O, quizás, no tan así... Porque las escuelas siguen teniendo baños donde los niños ya despliegan su propio saber... O (para intensos y riquísimos encuentros furtivos) un estrecho y protegido espacio bajo del recodo de una escalera que asciende hasta las aulas del piso superior, o el patio de atrás –en el otro extremo del corredor en el que está la campana y los celadores-, o los últimos bancos del aula, etc. Lugares de obligada reunión donde se cuentan chistes picantes, o se relatan anécdotas íntimas, se intercambia información prohibida, en fin, se confían desconciertos y se comparten misterios todavía irresueltos. Y, más allá del colegio, otra institución que amparaba el pensamiento de infancia: la plaza, o el potrero (espacios que se prolongarían más tarde en el bar o en la esquina de la cuadra). ¿Son territorios de "resistencia" infantil? Es cierto que en esos lugares, si uno era encontrado por la mirada del adulto, más que encontrado uno era "sorprendido". Refugios, entonces, lugares de amparo y protección, pero que no eran sólo formas de resistencia sino lugares para desplegar el principal "positivo" de la infancia: una soledad esencial. El peligro era la presencia del adulto que venía a arruinar esa soledad protegida. Y esa soledad tiene su propio tiempo y su propio espacio, su propio ritmo y su propia dimensión. Ese espacio-tiempo ordena y ayuda a pensar las experiencias. El mundo adulto hace disonancia –especialmente- con el tiempo de infancia e irrumpe con desproporciones en sus espacios.
De modo que podemos definir la infancia por un término positivo, el de su soledad esencial (lo que, por otra parte, viene siendo muchas veces el negativo del adulto, porque lo que resulta ser lo más natural para el niño se prolonga en el adulto- a menudo de manera conflictiva-, como un insoportable "sentirse solo". La soledad del adulto es un rasgo innegable de infancia que resiste en su interior, pero que por alguna razón a veces pierde su dimensión de intimidad y hace que sea difícil convivir con ella. Mientras que el espacio-tiempo de la infancia protege el estado de soledad, le da lugar y oportunidades, posibilidades y expresión, territorio y circunstancias, para organizar toda experiencia posible, en el adulto se hace con inoportuna frecuencia signo del desamparo. En un mundo lleno de imprevisiones y rupturas –como es el de los niños-, regido por las pautas o el capricho del adulto[2], la soledad otorga estabilidad y confianza al mundo infantil. Ya vendrá el tiempo adulto, con las marcas de lo irreversible, y sus espacios de exilio. El espacio de infancia es acorde a un cuerpo pequeño, el del niño. Un acto cualquiera prolonga dicho cuerpo en un mundo que se reconoce según su propia medida y edad. El mundo, en el otro extremo de ese cuerpo, se prolonga desde el acto del niño, y una cosa y otra no existen si no es en esa mutualidad indisoluble. Comentaba Victor Hugo: "Para Quasimodo la catedral había sido sucesivamente el huevo, el nido, la casa, el universo. Casi podría decirse que había tomado su forma lo mismo que el caracol toma la forma de su concha. Era su morada, su agujero, su envoltura... se adhería a ella en cierto modo como la tortuga a su caparazón"[3]. La boca de un bebé descubre un pecho, mejor sería decir que lo inventa cuando chupetea. De pronto el pecho desaparece... Se vuelve a chupetear, esta vez en el vacío, el pecho no reaparece. El mundo se ha extinguido, el acto no lo renueva. ¿Será que así la boca descubre ahora la ausencia?
III.
Pero de pronto vuelve el pecho y un acto instintivo y desesperado lo descubre nuevamente. Desencuentro momentáneo, el chupeteo –en su torpe voracidad- toma parte de la blusa de la madre, una aspereza inesperada complica el mundo que el chupeteo intenta recuperar, la madre se ha distraído unos instantes y deja ese trozo de mundo inesperado en la boca del niño. El acto del niño reencuentra, entonces, sólo a medias a su antiguo mundo. Piaget hace teoría: "lo que reconoce el sujeto es su propia reacción antes que al objeto como tal. Si el objeto es nuevo y obstaculiza la acción ("demasiada blusa" en el camino), no hay reconocimiento; si el objeto es demasiado conocido o está constantemente presente (madres demasiados devotas, todo el tiempo con la teta dispuesta), la automatización propia del hábito suprime toda ocasión para el reconocimiento conciente; pero si el objeto resiste suficientemente la actividad del esquema sensoriomotor para crear una desadaptación momentánea, dando lugar inmediatamente después a una readaptación victoriosa, entonces la asimilación va acompañada de reconocimiento"[4]. Feliz discordancia de espacios-tiempos, el del adulto y el del bebé: el mundo se reconoce y, eventualmente, se amplía. Se dice que la temporalidad que domina al bebé es la de la urgencia: "¡Ahora!" Y que su espacio es también el de lo inmediato: "¡Acá!". La madre impone en ese contexto los rigores de la demora y la distancia. El mundo se aparta del acto para el niño, éste ya no lo produce ni lo domina, sólo a veces el mundo responde a sus deseos pero otras, la mayoría, se hace indiferente. El pequeño entra, entonces, en la medida imprecisa del tiempo subjetivo, lo modula en diversas esperas y en algunas oportunidades propicias, aprovechadas o perdidas. El mundo, por su parte, se extiende más allá de su mirada, descubre los confines. Y así comienzan las cosas –y a veces se perpetúan-, en dependencia del tiempo-espacio ajeno, en la conquista progresiva de los propios tiempos y espacios.
A partir del propio cuerpo, el niño hace del tiempo-espacio algo personal. Cada espacio que inaugura un gesto cualquiera, cada territorio que descubrimos con un acto que puede ser incluso indolente, se abre un espacio que nos refleja y que también nos nombra, zonas que le dan estabilidad al ser, y alojan nuestro tiempo. "El instante necesita de un lugar para no desvanecerse del todo" –decía Pontalis-, y el instante somos nosotros. Rupturas y continuidad de una soledad protegida. Ruptura y continuidad de un silencio. Hasta que advienen las palabras, para alojar nuestro ser y nuestra soledad y ponerla en comunicación con los demás.
Ahora teoriza Winnicott: para él, cada ser humano es esencialmente un ente aislado, en permanente incomunicación, y por esto mismo necesita construir una ilusión que le permita vivir la experiencia de un contacto con los demás, salir de su soledad esencial. Las cosas suceden, entonces, en el borde de su ser, en la periferia de su soledad. Allí, una irradiación de su anhelo de contacto, en una serie de gestos, arrebatos y meditaciones, intentan construir una zona intermedia de experiencia entre su soledad y la de los demás. En ese territorio se establece un perpetuo juego de "escondidas": geografía que recorta escondites, refugios, algunas zonas más expuestas y otras más privadas, públicas, íntimas... y, desde allí, cada sujeto intenta tomar alguna distancia de su refugio original, mostrarse un poco, no tanto como para que un prematuro "piedra libre" acabe el juego, ni con demasiada obstinación en el ocultamiento como para que nadie vislumbre su presencia. "Es maravilloso jugar a las escondidas –decía Winnicott- pero aterrador que a uno no lo encuentren jamás". Y el juego se reinicia una y otra vez. (Frágil)
Notas
- "Pegagodía del aburrido (Escuelas destituidas, familias perplejas)", I. Lewcowicz-Cristina Corea, Ed. Paidós, 2005.
- Con frecuencia las pautas del adulto son una de suerte capricho estandardizado. (No es una crítica, no parece haber otro remedio para indicar una costumbre que una arbitrariedad hecha repetida en el tiempo.)
- Tomo esta referencia de un bello libro de Gastón Bachelard, La poética del espacio, Fondo de Cultura Económica, México, 1997
- La construcción de lo real en el niño, Jean Piaget, Ed. Grijalbo, Bs. As., 1988
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